Las trompetas y los clarines sonaban, y, como la acústica en el aire, el sexo se extendía por el delta. Ángeles, demonios, pececillos, todos en una majestuosa bacanal, mientras los aldeanos y ribereños espiaban tras los arbustos tal espectáculo. Desbocados por la misteriosa armonía, capaz de reconstruir a Jericó en un día, los campesinos corrieron hacia la orgía y se entregaron sin tapujo alguno a los apetitos de la carne.
La procesión avanzaba como un solo ser con un millar de extremidades, dejando a su paso fluidos y cadáveres de quienes abrazó el éxtasis incandescente; una criatura polifónica. El cielo ardía sobre las llamas dionisiacas y las cenizas cubrían a la bestia en su avance, tornándola después de un rato en una mancha plomiza. La música no cesaba y no pararía jamás, siendo el destino último de cada ser vivo fundirse en aquella masa de amor, de aquel amor que promulgaba el venero dios, aquel amor que cobija a demonios, a ángeles, a peces y a montañeses.