lunes, 22 de agosto de 2011

EL DESTINO DEL MUNDO

Los demonios desfilaban por la ribera del río, guardando un sentido del ritmo y manteniendo una exactitud  celestial,  tocando las trompetas del juicio a la vez que bailaban y agitaban sus deliciosos cuerpos. Los peces bajo el agua sentían la imperiosa necesidad de saltar y arrojarse sobre los músicos, asándose en el sudoroso azufre que excretaba su anatomía. Luego de cierto tiempo, descendieron ángeles del cielo y, excitados por la infernal melodía, desgarraron sus ropajes, quedando desnudos, exhibiendo sus cuerpos ardientes de deseo,  ardientes de rebelión.
Las trompetas y los clarines sonaban, y, como la acústica en el aire, el sexo se extendía por el delta. Ángeles, demonios, pececillos, todos en una majestuosa bacanal, mientras los aldeanos y ribereños espiaban tras los arbustos tal espectáculo. Desbocados por la misteriosa armonía, capaz de reconstruir a Jericó en un día, los campesinos corrieron hacia la orgía y se entregaron sin tapujo alguno a los apetitos de la carne.
La procesión avanzaba como un solo ser con un millar de extremidades, dejando a su paso fluidos y cadáveres de quienes abrazó el éxtasis incandescente; una criatura polifónica. El cielo ardía sobre las llamas dionisiacas y las cenizas cubrían a la bestia en su avance, tornándola después de un rato en una mancha plomiza. La música no cesaba y no pararía jamás, siendo el destino último de cada ser vivo fundirse en aquella masa de amor, de aquel amor que promulgaba el venero dios, aquel amor que cobija a demonios, a ángeles, a peces y a montañeses. 

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