martes, 3 de agosto de 2010

Un, dos, tres, por mí

Llegar al cementerio con el alcohol imberbe en la boca, recorrerlo con paso lento y dubitativo, oliendo las flores podridas sobre lapidas olvidadas, oír el suspiro de sueños no deseados, luego llegar a la reunión del llanto fácil sin una lágrima; en cambio, con la euforia del licor en el aliento incrédulo, y asomarse a la orilla del vacío dejado por su ausencia. Entonces susurrarle al amigo de infancia: Un, dos, tres, por mí.

Así invocar otra época, trasladarse a un momento impronunciable, a su casa, donde nos dejaba jugar y nos regalaba exquisitos postres, a su cocina plagada de deleites. Ver el desagrado inquisidor aunque disfrazado de muchos y la alegría triste de los amigos al instante en que la tierra cae sobre la caja, palada tras palada. Un, dos, tres... Seis... Nueve...  Dieciocho... Treinta y seis... Noventa y nueve... Salgo a buscar.

Despedirse de su presencia y saludar el recuerdo, su aroma embriagante e irresistible, su sabor y asimismo el ansia sempiterna de éste; y su tersa suavidad, y esa sensación de ser poseído por un impulso que no se puede contar, de ser llevado ante la entrada a otro mundo a temprana era. Despedirse de su presencia mientras camino en silencio hacia la salida, junto a los amigos, ver las nubes negras y recordar cómo se veía el mundo cuando me ocultaba bajo su inmenso vestido; lo único que la cubría además de ese estimulante aroma  y sobre todo, aquel deleite que sentía cuando... -¿En qué piensas?- En nada. Es que al verlos recuerdo cuando éramos niños y jugábamos escondidas.- Yo también me acuerdo. Y sobre todo que nunca te encontrábamos. ¿Dónde te escondías?- Por ahí... ¿Vamos a tomar algo?

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